Era carmín en mis labios y el negro de la noche puesto en mis ojos.
La hora anhelada y la hondura en mi pecho.
El ensueño en los sueños y mi nerviosa mano constante sobre mi cabello.
Era mi pecho henchido de goce y el plenilunio que a mi alma embelesaba.
El viento en mi desnuda piel; la ráfaga fresca del verano.
La dulzura embriagante del pulque y el dulce que de sus labios bebía… ¡a cantaros lo pedía!
Era el rayo que a los cielos parte cuando fatal sobre mi monte caía.
El sol en su cenit y aún aquel vacilante punto en el firmamento.
El rumor de la noche cuando insistente su nombre decía.
Era un canto de amor a la vida…
Para quien, sin falta, ninguna noche he dejado de pensar y aún ningún día he podido abandonar pues la vida «era él a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el poder y derecho de serlo».